martes, febrero 17, 2009

La muerte del artista como acto poético

Tomás Ramos

El escritor envía al fuego sus apegos puesto que sabe que crear verdaderamente también significa una comunión anticipada con sus propios límites, es decir, con la muerte. Esta no debe asumirse como un proceso suicida o de autodestrucción, sino como un proceso reintegrador que inicia con la destrucción del Ego. La obra literaria se transforma en un organismo autónomo que no tiene que soportar el peso biografista del autor para hacerse válida.

Sumar el protagonismo de la vida del escritor a la obra es reducirla, es limitar la realización estética que consuma la integración definitiva entre el lector y la obra literaria. Los juicios biografistas, cuando el escritor tiene un currículum intergaláctico, no significan nada mientras su obra literaria no contenga los elementos comunicantes que transmitan un mensaje estético entendible para todo público; o en dado caso, para un público académico.

Lo que un presumido escritor pueda decir, cuando posa en fotografías con sendos diplomas abultando el pecho doblemente inflado (tanto que no cabe en el tórax), cuando es premiado por excelsas figuras de la aristocracia, significa poco. El juicio se hará con el paso del tiempo y las generaciones por venir, sobre la calidad de un trabajo que pueda sostenerse gozando de la consonancia de las relaciones estéticas entre las redes tejidas para conformar la arquitectura del texto.

Lo que un escritor quiera decir sobre su obra será para vanagloriarse en vida, muchas veces con la intención de obtener prebendas de la clase gobernante con lisonjas, cubiertas en chapa de oro sin otro fin más que el ascenso burgués.

Las personas que venden su padecimiento literario, y quieren hacer de la literatura un modo rentable para una vida “acomodada”, lo hacen prestando sus servicios como esbirros pluripartidistas en las diferentes puertas políticas, una da igual que otra. A la hora de ponerse a prueba, a la hora de la lealtad, terminan poniéndose al servicio de la “corona de sangre azul”. Así “sacian” su “angustia” mientras viven en la tierra.

Quien realmente está comprometido con su obra no la utiliza para ponerse en la  sobremesa de los burgueses. Quien realmente tiene un compromiso con su obra también lo tiene con su sociedad. Un escritor sin una conciencia social es un poeta que no trasciende.

La poesía modernista es el mejor ejemplo de toda una generación de poetas latinoamericanos, como Manuel Gutiérrez Nájera y Rubén Darío entre otros, que respondieron contra el materialismo propuesto por el positivismo y la industrialización. Ellos sintieron la necesidad de anteponer el espíritu a la admiración de los valores mercantiles, el consumismo y la imitación de lo extranjero, que eran valores ajenos a la América Latina integradora, como lo hicieron los falsos eruditos acusados oportunamente por José Martí.

El poeta debe ser como Prometeo, tomando el fuego celeste para ponerlo en manos de todos los hombres, no al servicio de unos cuantos. Y con estoicismo, proseguir en la tarea creativa que nos identifique. Hay que poner todas nuestras armas en defensa y en servicio de la belleza, de la transformación social de los diálogos entre individuo y sociedad.

La belleza debe usarse para transgredir estas formas de individuos déspotas, privados del fuego prometeico por haberse puesto al servicio de los viles, prostituyendo el oficio de escribir y quedando al servicio de las ultraderechas carentes de sentido social y consciencia política. La belleza debe estar al servicio de la sensibilización de la sociedad. La aniquilación del Ego es la trascendencia de una obra de arte puesta al servicio de su tiempo histórico, económico y espiritual.

Esta muerte en sí es el verdadero acto poético. Cuando hacemos literatura escribimos nuestra biografía, hacemos la historia colectiva de un pueblo. Desde esa visión hacemos participar a los demás. Nuestra individualidad se traduce a una colectividad. Esto requiere de una responsabilidad y ética más allá de nuestro tiempo. Han existido héroes que han narrado la decadencia de la humanidad, pero siempre desde un ánimo revitalizador como lo hicieron los poetas malditos en Francia.

Un discurso literario hecho sin la sensibilidad de su momento social está destinado a la desaparición, pues el falso erudito no entiende que de nada vale hablar de sí. El “yo he hecho esto”, el “yo hice lo otro”, quedan para el Partenón romántico de poetas insufribles, cursis y ridículos en su afán de protagonismo en eventos públicos. El poeta verdadero sabe hablar callando en el anonimato de su poesía.

16 de Febrero de 2009. Diario Por Esto!

domingo, febrero 08, 2009

Rubén Bonifaz Nuño

15

No me ilusiono, admito, es de mi gusto,

que soy un hombre igual a todos.

Trabajo en algo, cobro

mi sueldo insuficiente; me divierto

cuando puedo, o me aburro hasta morirme;

hablo, me callo a veces, pido

mi comida, y a ratos

quisiera ser feliz gloriosamente,

y hago el amor, o voy y vengo

sin nadie que me siga. Tengo un perro

y algunas cosas mías.

 

En general, no estoy conforme

ni me resigno. Quiero mi derecho,

de hombre común, a deshacerme

la frente contra el muro, a golpearme,

en plena lucidez, contra los ojos

cerrados de las puertas; o de plano

y porque sí, a treparme en una silla,

en cualquier calle, a lo mariachi,

y cantar las cosas que me placen.


También, monumental, hago mi juego

en serio con las gentes,

según las reglas, y reclamo

mis ganancias y pérdidas, y busco

la revancha, o perdono

por generoso o por flojera.

 

Manos de hombre tengo; manos

para tomar, de las cosas que existen,

lo que por hombre se me debe,

y, por lo que yo debo, hacer algunas

de las cosas que faltan.

 

Y reconozco que me importa

ser pobre, y que me humilla,

y que lo disimulo por orgullo.

 

Tú, compañero, cómplice que llevo

dentro de todos, junto a mí, lo sabes.

Hermano de trabajos que caminas

en hombres y mujeres, apretado

como la carne contra el hueso,

y vives, sudas y alborotas

en mí y conmigo y para mí y contigo.


De Fuego de pobres, 1961