martes, julio 26, 2005

Por qué escribo

Roberto Juarroz

Creo que para responder a la pregunta por qué escribo, un camino puede ser precisar antes por qué no escribo. Así, por ejemplo, yo no escribo para estar en la literatura ni competir en sus forcejeos por una reputación o un renombre, con o sin garantía de certificada permanencia. Tampoco escribo para depositar mi ofrenda en el ara de ese ídolo que se ha impuesto a todos los demás: el éxito. No escribo, por supuesto, para codearme con Shakespeare o Cervantes, ni para ganar dinero. Posiciones políticas o ideológicas, una imagen cotizada en el mercado o la aureola de lata de la crítica y las tesis universitarias. Ni siquiera escribo para llenar mis insomnios, envejecer con menos prisa o satisfacer a mi mujer, mi madre o mis amigos. Ni aun para obtener una pensión, un lugar en el asilo de escritores o en el panteón de los artistas, una nota necrológica quizá un poco más extensa.

Yo escribo simplemente porque amo la vida. Y si bien es cierto que la vida y sus alrededores son un tejido de ilusión, encuentro en esa trama algunos hilos más resistentes. Uno de esos hilos, para mí el más real de todos, es la poesía. Y aunque sea verdad que “a la luz de un relámpago nacemos y aún dura su esplendor cuando morimos”, también es verdad que el lenguaje del hombre salta frente a la nada como una misteriosa presencia, cuando asume su mayor plenitud en el extremo de la condición humana.

La poesía es mi última fe, como fue quizá la primera. Encuentro en ella la posibilidad de esperar, ante un mundo que ha perdido la esperanza. Y recupero allí la intensidad que me permite vivir, a pesar del absurdo y la muerte, a pesar de la locura y del suicidio.

Yo escribo porque la poesía es para mí la conjunción más profunda del azar y el destino, del extremo del ser humano y su lenguaje, mucho más que un género literario, la posibilidad de tolerarme y el ejercicio más completo de esta rara pasión de ser. Y por fin, yo escribo porque la escritura no necesita ninguna justificación, en un mundo donde toda justificación es falsa.

La poesía abre la escala de lo real y nos impide seguir viviendo escuálidamente en el segmento de lo convencional y espasmódico de los automatismos cotidianos. Es una ruptura para siempre, que nos sitúa en el infinito real, el infinito que empieza en cada cosa y deja de ser así un anacrónico decorado o una invocación medieval. Esto pone en su lugar al hombre y desplaza lo secundario, desde la política o el deporte hasta los carriles mercantilistas de la reputación o el éxito. La poesía abre la escala de lo real y cambia la vida, el lenguaje, la visión o experiencia del mundo, la capacidad de realidad de cada uno, la posibilidad de creación. La poesía crea realidad, crea presencia. Es una explosión de ser a través de un uso diferente de las palabras. Nada está terminado: la realidad se crea. La poesía consiste en eso: crear más realidad, agregar realidad a la realidad, combinando de nuevo el mundo y el lenguaje, llevando al hombre a su punto extremo, gestando la presencia que es el poema, para quebrar así nuestra soledad y trascender el juego tenebroso de las preguntas y respuestas. La poesía es por todo esto el mayor realismo posible, aunque los incautos la consideren una abstracción, una evasión o una veleidad subsidiaria de la prepotencia política o ideológica.

Y la poesía es, además, el mayor realismo posible porque trata de unir al hombre dividido y fracturado, fundiendo sus cabos sueltos en un solo cabo, que ya no importa si está suelto o no. Entonces, el pensar y el sentir son una sola cosa, como la inteligencia y el amor, la contemplación y la acción. El hombre ha sido traicionado y partido. Su capacidad de imaginar, su poder de visión, su fuerza de contemplación quedaron en el margen de lo ornamental y lo inútil. La poesía y la filosofía se separaron en algún pasaje catastrófico de la historia no narrable del pensamiento. El destino del poeta moderno es volver a unir el pensar, el sentir, el imaginar, el crear.

Por eso la poesía debe ser vivida hoy como necesidad, celebración, transgresión, contracorriente y abismo. No hay lugar en ella para la comodidad, la mediocridad, la estupidez, el compromiso ajeno a ella misma, el sometimiento a cualquier poder, la conformidad con no importa qué preceptiva, la transigencia con cualquier límite o doctrina o apadrinada subordinación. La poesía es la última grieta para forzar el muro de lo absurdo, la vigilia más alta, la disponibilidad para lo abierto.

Es impostergable resacralizar el mundo y devolverle a la vida su trascendencia originaria. Pero esa desacralización sólo puede hacerse ya laicamente, sin dogmas, teologías o iglesias. La poesía es la verdadera desacralización laica del mundo.

Y eso aunque el poeta sienta que su reino tampoco es de este mundo. Pero sabe además que no es tampoco del que llaman el otro mundo. No le queda entonces otro camino que crear un nuevo mundo, el tercero. Más real que los otros, el mundo de la poesía es la última alternativa de salvación que nos queda, el último recurso de nuestra misteriosa necesidad de ser.

Roberto Juarroz (1925-1995) Poeta argentino. Publicó dieciocho volúmenes de poesía bajo el solo título de Poesía Vertical.

lunes, julio 11, 2005

Emilio Ballagas

Nocturno y elegía

Si pregunta por mí, traza en el suelo
una cruz de silencio y de ceniza
sobre el impuro nombre que padezco.
Si pregunta por mí, di que me he muerto
y que me pudro bajo las hormigas.
Dile que soy la rama de un naranjo,
la sencilla veleta de una torre.

No le digas que lloro todavía
acariciando el hueco de su ausencia
donde su ciega estatua quedó impresa
siempre al acecho de que el cuerpo vuelva.
La carne es un laurel que canta y sufre
y yo en vano esperé bajo su sombra.
Ya es tarde. Soy un mudo pececillo.

Si pregunta por mí dale estos ojos,
estas grises palabras, estos dedos;
y la gota de sangre en el pañuelo.
Dile que me he perdido, que me he vuelto
una oscura perdiz, un falso anillo
a una orilla de juncos olvidados:
dile que voy del azafrán al lirio.

Dile que quise perpetuar sus labios,
habitar el palacio de su frente.
Navegar una noche en sus cabellos.
Aprender el color de sus pupilas
y apagarse en su pecho suavemente,
nocturnamente hundido, aletargado
en un rumor de venas y sordina.

Ahora no puedo ver aunque suplique
el cuerpo que vestí de mi cariño.
Me he vuelto una rosada caracola,
me quedé fijo, roto, desprendido.
Y si dudáis de mí creed al viento,
mirad al norte, preguntad al cielo.
Y os dirán si aún espero o si anochezco.

¡Ah! Si pregunta dile lo que sabes.
De mí hablarán un día los olivos
cuando yo sea el ojo de la luna,
impar sobre la frente de la noche,
adivinando conchas de la arena,
el ruiseñor suspenso de un lucero
y el hipnótico amor de las mareas.

Es verdad que estoy triste, pero tengo
sembrada una sonrisa en el tomillo,
otra sonrisa la escondí en Saturno
y he perdido la otra no sé dónde.
Mejor será que espere a medianoche,
al extraviado olor de los jazmines,
y a la vigilia del tejado, fría.

No me recuerdes su entregada sangre
ni que yo puse espinas y gusanos
a morder su amistad de nube y brisa.
No soy el ogro que escupió en su agua
ni el que un cansado amor paga en monedas.
¡No soy el que frecuenta aquella casa
presidida por una sanguijuela!

(Allí se va con un ramo de lirios
a que lo estruje un ángel de alas turbias.)
No soy el que traiciona a las palomas,
a los niños, a las constelaciones...
Soy una verde voz desamparada
que su inocencia busca y solicita
con dulce silbo de pastor herido.

Soy un árbol, la punta de una aguja,
un alto gesto ecuestre en equilibrio;
la golondrina en cruz, el aceitado
vuelo de un búho, el susto de una ardilla.
Soy todo, menos eso que dibuja
un índice con cieno en las paredes
de los burdeles y los cementerios.

Todo, menos aquello que se oculta
bajo una seca máscara de esparto.
Todo, menos la carne que procura
voluptuosos anillos de serpiente
ciñendo en espiral viscosa y lenta.
Soy lo que me destines, lo que inventes
para enterrar mi llanto en la neblina.

Si pregunta por mí, dile que habito
en la hoja del acanto y en la acacia.
O dile, si prefieres, que me he muerto.
Dale el suspiro mío, mi pañuelo;
mi fantasma en la nave del espejo.
Tal vez me llore en el laurel o busque
mi recuerdo en la forma de una estrella.

(1938)

La performance caribeña

Alcanzar lo poético no es privativo de ningún grupo humano; lo que sí es característico de los caribeños es que, en lo fundamental, su expresión estética ocurre en el marco de los rituales y representaciones de carácter colectivo, ahistórico e improvisatorio.

Antonio Benítez Rojo . La isla que se repite

jueves, julio 07, 2005

Virgilio Piñera

La isla en peso

La maldita circunstancia del agua por todas partes
me obliga a sentarme en la mesa del café.
Si no pensara que el agua me rodea como un cáncer
hubiera podido dormir a pierna suelta.
Mientras los muchachos se despojaban de sus ropas para nadar
doce personas morían en un cuarto por compresión.
Cuando a la madrugada la pordiosera resbala en el agua
en el preciso momento en que se lava uno de sus pezones
me acostumbro al hedor del puerto
me acostumbro a la misma mujer que invariablemente masturba,
noche tras noche, al soldado de guardia en medio del sueño de los peces.
Una taza de café no puede alejar mi idea fija,
en otro tiempo yo vivía adánicamente.
¿Qué trajo la metamorfosis?

[...]
Todo un pueblo puede morir de luz como morir de peste.
Al mediodía el monte se puebla de hamacas invisibles,
y echados, los hombres semejan hojas a la deriva sobre aguas metálicas.
En esta hora nadie sabría pronunciar el nombre más querido,
ni levantar una mano para acariciar un seno;
en esta hora del cáncer un extranjero llegado de playas remotas
preguntaría inútilmente qué proyectos tenemos
o cuántos hombres mueren de enfermedades tropicales en esta isla.
Nadie lo escucharía: las palmas de las manos vueltas hacia arriba,
los oídos obturados por el tapón de la somnolencia,
los poros tapiados con la cera de un fastidio elegante
y de la mortal deglución de las glorias pasadas.


¿Dónde encontrar en este cielo sin nubes el trueno
cuyo estampido raje, de arriba a abajo, el tímpano de los durmientes?
¿Qué concha paleolítica reventaría con su bronco cuerno
el tímpano de los durmientes?
Los hombres-conchas, los hombres-macaos, los hombres-túneles.
¡Pueblo mío, tan joven, no sabes ordenar!
¡Pueblo mío, divinamente retórico, no sabes relatar!
Como la luz o la infancia aún no tienes un rostro.

[...]
No queremos potencias celestiales sino potencias terrestres,
que la tierra nos ampare, que nos ampare el deseo,
felizmente no llevamos el cielo en la masa de la sangre,
sólo sentimos su realidad física
por la comunicación de la lluvia al golpear nuestras cabezas.


Bajo la lluvia, bajo el olor, bajo todo lo que es una realidad,
un pueblo se hace y se deshace dejando los testimonios:
un velorio, un guateque, una mano, un crimen,
revueltos, confundidos, fundidos en la resaca perpetua,
haciendo leves saludos, enseñando los dientes, golpeando sus riñones,
un pueblo desciende resuelto en enormes postas de abono,
sintiendo cómo el agua lo rodea por todas partes,
más abajo, más abajo, y el mar picando en sus espaldas;
un pueblo permanece junto a su bestia en la hora de partir,
aullando en el mar, devorando frutas, sacrificando animales,
siempre más abajo, hasta saber el peso de su isla;
el peso de una isla en el amor de un pueblo.

martes, julio 05, 2005

Oscar Oliva

AL VOLANTE DE UN AUTOMÓVIL
POR LA CARRETERA PANAMERICANA DE TUXTLA
A LA CIUDAD DE MÉXICO

a Enrique Gonzáles Rojo

De Tuxtla a la ciudad de México
hay más de mil kilómetros de distancia
más de un millón de metros
más de cien millones de centímetros

mas las piedras,
mas los árboles,

que no se pueden medir, ni contar,
que he recorrido tantas veces,
a tantos kilómetros por hora,
con mucho calor y viento por el Istmo,
con lluvias torrenciales por el tramo de Veracruz
que tratan de detener el carro, derribarlo en un barranco,
que he aprendido los nombres de los puentes,
de los pueblos asfixiados, hundidos
en las curvas y rectas de la carretera;
que he recorrido por distintos días y meses del año,
en la madrugada, en la noche, en el momento
en que la tarde es una cigarra volviendo a su funda
primitiva, saltando al revés, a su condición de ninfa,
sintiendo ese cansancio que nos prende de la boca
con un anzuelo,
que continua en un hombro,
baja hasta el calcañar de los pies,
y escarba con una cuchara
el cráneo; todavía siento, cuando voy caminando
de un lugar a otro, en esa trepidación de vida y muerte
a la que nos empuja la gramática o la cólera,
de regreso a casa, abriéndome paso
con un pico y una pala, o cuando
estoy sentado en una silla o
cuando acostado entre las piernas de la que amo,
ese cambio de velocidades, es esfuerzo del automóvil
al subir una montaña, entrar a ese nudo de raíces,
el leve mareo al descender
y la velocidad que nos hace tragar el paisaje o
nuestras palabras;
la primera vez que llegué a la Ciudad de México
no sabía a donde dirigirme, qué esquina cruzar,
era como comenzar un escrito,
estar acodado en una mesa frente a una hoja en blanco,
solo, con los hombros colgados hacia delante
esperando el disparo que inicia el arranque,
la carrera que hay que ganar
y donde es el único competidor,
una hoja que ardía en mis manos
como a veces arden los tiraderos de basura de Santa Cruz
Meyehualco,
o como los camiones y tranvías en tiempos de rebelión,
que aullaba que tenía hambre
iba de un cuarto de azotea a la Ciudad Universitaria,
con libros bajo el brazo,
haciéndolos pedacitos y tirándolos
por la ventanilla del camión,
contaminando más la ciudad con Kant y Antonio Caso,
y ya sin ellos me bajaba a la mitad del camino,
entraba en una cocina económica de la calle de Academia,
o a una cervecería
y en la noche a bailar a La Perla,
más tarde sentía la humedad de la muchacha
que se había acostado conmigo,
una humedad que iba creciendo
como un universo en expansión
en unos cuantos metros cuadrados,
en unos cuantos metros cúbicos de aire;
y yo escribía en las bardas de la ciudad,
ampliaba mi territorio, mi radio de acción,
entraba a calles espantosas donde la gente se arrastraba,
desempleados que no tenían para comer,
rateros, tal vez criminales
que alargaban sus ojos hasta mi camisa,
y era como entrar de nuevo al cine a
ver Los olvidados de Luis Buñuel,
y en esas calles ulcerosas vi por primera vez
carros llenos de policías, y también policías a caballo,
granaderos en camiones que cerraban esas calles,
parte del poder del Estado,
que entraban empujando,
golpeando,
entraban a paso de carga
y arremetían contra todos,
tirando los botes de basura,
despertando al vecindario,
disparando a quemarropa,
acometiendo como en un juego de fútbol americano
y después era el silencio de La calle de la Paz de Chaplin
y yo despertaba tirado en la banqueta,
macaneado, con las cejas cortadas,
como un boxeador groggy que le han parado la pelea
por knock out técnico en el tercer asalto,
con la rechifla de un público que no existe,
levantaba los pedazos de libros que me habían quedado,
sin un quinto en los bolsillos,
y regresaba a mi cuarto
silbando el mambo de El estudiante
a escribir el poema
que se perdió
como se pierden tantas cosas, credenciales y mujeres,
huelgas y chicles,
buena fe y calcetines;
con mucho frío por la sierra de Puebla,
hay que subir los cristales de las ventanillas,
poner la calefacción, descender a una velocidad regular,
y luego la claridad entrando por la ventana de mi cuarto,
entrando ella a despertarme,
quitándose su uniforme de colegiala,
echándoseme encima, moviéndose,
besándonos como se besan el actor y la actriz en los filmes,
acariciándonos en La Torre de Nesle,
en la mansión de Lo que el viento se llevó,
ya es tarde, nos decía la claridad,
se hacia la luz en la sala de cine,
había que ir a cenar y atravesar de nuevo el zócalo,
despedir a la amiga en la puerta de su casa,
después de subir a la calle de Guatemala,
a dos cuadras dar vuelta a la derecha,
llegar de nuevo al poema recién comenzado,
entrar de nuevo a la expedición del sueño,
ir recogiendo muestras de distintos materiales,
para bajar de nuevo a la calle
al escuchar el ruido de los camiones
de carga y descarga, las voces de los vendedores ambulantes,
de los recogedores de basura,
de los niños que van a la escuela,
subir a un camión de pasajeros,
junto a obreros y a obreras,
el chofer lleva el radio encendido a todo volumen,
es difícil llegar hasta la puerta de bajada del camión,
se toca el timbre, se prende un foco rojo al lado del volante,
caminar sin rumbo fijo por la estación San Lázaro,
ver pasar un tren
que a la tierra arrancara su estructura
en seis de su vagones una letra
que conforman la palabra HUELGA
esos materiales que llevo en el bolsillo
los compro con los que voy viendo en la calle,
llego hasta un puesto de jugos y pido uno de naranja,
los ferrocarrileros al pasar levantan el puño y saludan,
yo los saludo,
parecen decirnos la realidad son estos puños,
este tren,
el jugo de naranja ilumina todo mi cuerpo,
llego al sitio de reunión,
los cinco poetas están sentados alrededor de una mesa
alguien lee un poema, yo los observo:
“tiene la edad que yo tenía cuando los conocí”, pienso;
se han quedado inmóviles fijos como en una fotografía
en actitud de golpear la mesa,
con el lápiz en las manos,
con una copa al lado de cada uno,
tienen la edad de nuestros hijos,
edad que ha pasado vertiginosamente,
tal como el descenso por las montañas de Oaxaca,
donde parece que la carretera engendra otra carretera,
donde el menor descuido puede llevarme al precipicio,
donde parece que los frenos no responden,
se ha perdido el control del auto,
llego hasta la fotografía y la cuelgo en una de las paredes
de mi casa, llego por primera vez a la Ciudad de México,
soy un hombro más de la multitud al dar un paso,
gases lacrimógenos me hacen rabiar,
trenes descarrilados o incendiados en las terminales,
las vías levantadas, y el ataque
del ejército, policías y granaderos
en formación a paso de batalla,
el zócalo reducido a un culatazo en la frente,
vendrán otras batallas, nos decía José Revueltas,
los ferrocarrileros pasan frente a mi levantan el puño y saludan,
salen de una cárcel para entrar en otra,
pasan a la ilegalidad, a sus escondrijos,
tomo nota, apunto todo esto,
no soy más que un cronista
que ha visto caer a sus amigos,
que ha enterrado a sus muertos,
que se ha bañado de viento,
lleno de contradicciones y fantasmas,
de asperezas y afirmaciones,
con la espalda remendada tantas veces,
de nuevo amando, avizorando el futuro
que es difícil retener en el lente del telescopio,
negando ese futuro, de nuevo odiando,
de nuevo comenzando, en fin
iniciando el viaje, partiendo del mismo lugar,
dirigiéndome al mismo lugar,
descendiendo por la carretera, frenando
tocando el claxón, haciendo cambios de luces,
cambiando de velocidades, atento
al deslizamiento de las llantas, poniendo
en acción los limpiadores del parabrisas,
vigilando la aguja que marca el contenido del tanque de gasolina,
bajando a gran velocidad, en fin
hasta llegar al lugar donde estoy sentado escribiendo,
al final de todo,
esperanzado,
frenando bruscamente
para no atropellar todo lo que llevo escrito
y a mí mismo.
Para continuar ascendiendo y descendiendo.

lunes, julio 04, 2005