martes, julio 05, 2005

Oscar Oliva

AL VOLANTE DE UN AUTOMÓVIL
POR LA CARRETERA PANAMERICANA DE TUXTLA
A LA CIUDAD DE MÉXICO

a Enrique Gonzáles Rojo

De Tuxtla a la ciudad de México
hay más de mil kilómetros de distancia
más de un millón de metros
más de cien millones de centímetros

mas las piedras,
mas los árboles,

que no se pueden medir, ni contar,
que he recorrido tantas veces,
a tantos kilómetros por hora,
con mucho calor y viento por el Istmo,
con lluvias torrenciales por el tramo de Veracruz
que tratan de detener el carro, derribarlo en un barranco,
que he aprendido los nombres de los puentes,
de los pueblos asfixiados, hundidos
en las curvas y rectas de la carretera;
que he recorrido por distintos días y meses del año,
en la madrugada, en la noche, en el momento
en que la tarde es una cigarra volviendo a su funda
primitiva, saltando al revés, a su condición de ninfa,
sintiendo ese cansancio que nos prende de la boca
con un anzuelo,
que continua en un hombro,
baja hasta el calcañar de los pies,
y escarba con una cuchara
el cráneo; todavía siento, cuando voy caminando
de un lugar a otro, en esa trepidación de vida y muerte
a la que nos empuja la gramática o la cólera,
de regreso a casa, abriéndome paso
con un pico y una pala, o cuando
estoy sentado en una silla o
cuando acostado entre las piernas de la que amo,
ese cambio de velocidades, es esfuerzo del automóvil
al subir una montaña, entrar a ese nudo de raíces,
el leve mareo al descender
y la velocidad que nos hace tragar el paisaje o
nuestras palabras;
la primera vez que llegué a la Ciudad de México
no sabía a donde dirigirme, qué esquina cruzar,
era como comenzar un escrito,
estar acodado en una mesa frente a una hoja en blanco,
solo, con los hombros colgados hacia delante
esperando el disparo que inicia el arranque,
la carrera que hay que ganar
y donde es el único competidor,
una hoja que ardía en mis manos
como a veces arden los tiraderos de basura de Santa Cruz
Meyehualco,
o como los camiones y tranvías en tiempos de rebelión,
que aullaba que tenía hambre
iba de un cuarto de azotea a la Ciudad Universitaria,
con libros bajo el brazo,
haciéndolos pedacitos y tirándolos
por la ventanilla del camión,
contaminando más la ciudad con Kant y Antonio Caso,
y ya sin ellos me bajaba a la mitad del camino,
entraba en una cocina económica de la calle de Academia,
o a una cervecería
y en la noche a bailar a La Perla,
más tarde sentía la humedad de la muchacha
que se había acostado conmigo,
una humedad que iba creciendo
como un universo en expansión
en unos cuantos metros cuadrados,
en unos cuantos metros cúbicos de aire;
y yo escribía en las bardas de la ciudad,
ampliaba mi territorio, mi radio de acción,
entraba a calles espantosas donde la gente se arrastraba,
desempleados que no tenían para comer,
rateros, tal vez criminales
que alargaban sus ojos hasta mi camisa,
y era como entrar de nuevo al cine a
ver Los olvidados de Luis Buñuel,
y en esas calles ulcerosas vi por primera vez
carros llenos de policías, y también policías a caballo,
granaderos en camiones que cerraban esas calles,
parte del poder del Estado,
que entraban empujando,
golpeando,
entraban a paso de carga
y arremetían contra todos,
tirando los botes de basura,
despertando al vecindario,
disparando a quemarropa,
acometiendo como en un juego de fútbol americano
y después era el silencio de La calle de la Paz de Chaplin
y yo despertaba tirado en la banqueta,
macaneado, con las cejas cortadas,
como un boxeador groggy que le han parado la pelea
por knock out técnico en el tercer asalto,
con la rechifla de un público que no existe,
levantaba los pedazos de libros que me habían quedado,
sin un quinto en los bolsillos,
y regresaba a mi cuarto
silbando el mambo de El estudiante
a escribir el poema
que se perdió
como se pierden tantas cosas, credenciales y mujeres,
huelgas y chicles,
buena fe y calcetines;
con mucho frío por la sierra de Puebla,
hay que subir los cristales de las ventanillas,
poner la calefacción, descender a una velocidad regular,
y luego la claridad entrando por la ventana de mi cuarto,
entrando ella a despertarme,
quitándose su uniforme de colegiala,
echándoseme encima, moviéndose,
besándonos como se besan el actor y la actriz en los filmes,
acariciándonos en La Torre de Nesle,
en la mansión de Lo que el viento se llevó,
ya es tarde, nos decía la claridad,
se hacia la luz en la sala de cine,
había que ir a cenar y atravesar de nuevo el zócalo,
despedir a la amiga en la puerta de su casa,
después de subir a la calle de Guatemala,
a dos cuadras dar vuelta a la derecha,
llegar de nuevo al poema recién comenzado,
entrar de nuevo a la expedición del sueño,
ir recogiendo muestras de distintos materiales,
para bajar de nuevo a la calle
al escuchar el ruido de los camiones
de carga y descarga, las voces de los vendedores ambulantes,
de los recogedores de basura,
de los niños que van a la escuela,
subir a un camión de pasajeros,
junto a obreros y a obreras,
el chofer lleva el radio encendido a todo volumen,
es difícil llegar hasta la puerta de bajada del camión,
se toca el timbre, se prende un foco rojo al lado del volante,
caminar sin rumbo fijo por la estación San Lázaro,
ver pasar un tren
que a la tierra arrancara su estructura
en seis de su vagones una letra
que conforman la palabra HUELGA
esos materiales que llevo en el bolsillo
los compro con los que voy viendo en la calle,
llego hasta un puesto de jugos y pido uno de naranja,
los ferrocarrileros al pasar levantan el puño y saludan,
yo los saludo,
parecen decirnos la realidad son estos puños,
este tren,
el jugo de naranja ilumina todo mi cuerpo,
llego al sitio de reunión,
los cinco poetas están sentados alrededor de una mesa
alguien lee un poema, yo los observo:
“tiene la edad que yo tenía cuando los conocí”, pienso;
se han quedado inmóviles fijos como en una fotografía
en actitud de golpear la mesa,
con el lápiz en las manos,
con una copa al lado de cada uno,
tienen la edad de nuestros hijos,
edad que ha pasado vertiginosamente,
tal como el descenso por las montañas de Oaxaca,
donde parece que la carretera engendra otra carretera,
donde el menor descuido puede llevarme al precipicio,
donde parece que los frenos no responden,
se ha perdido el control del auto,
llego hasta la fotografía y la cuelgo en una de las paredes
de mi casa, llego por primera vez a la Ciudad de México,
soy un hombro más de la multitud al dar un paso,
gases lacrimógenos me hacen rabiar,
trenes descarrilados o incendiados en las terminales,
las vías levantadas, y el ataque
del ejército, policías y granaderos
en formación a paso de batalla,
el zócalo reducido a un culatazo en la frente,
vendrán otras batallas, nos decía José Revueltas,
los ferrocarrileros pasan frente a mi levantan el puño y saludan,
salen de una cárcel para entrar en otra,
pasan a la ilegalidad, a sus escondrijos,
tomo nota, apunto todo esto,
no soy más que un cronista
que ha visto caer a sus amigos,
que ha enterrado a sus muertos,
que se ha bañado de viento,
lleno de contradicciones y fantasmas,
de asperezas y afirmaciones,
con la espalda remendada tantas veces,
de nuevo amando, avizorando el futuro
que es difícil retener en el lente del telescopio,
negando ese futuro, de nuevo odiando,
de nuevo comenzando, en fin
iniciando el viaje, partiendo del mismo lugar,
dirigiéndome al mismo lugar,
descendiendo por la carretera, frenando
tocando el claxón, haciendo cambios de luces,
cambiando de velocidades, atento
al deslizamiento de las llantas, poniendo
en acción los limpiadores del parabrisas,
vigilando la aguja que marca el contenido del tanque de gasolina,
bajando a gran velocidad, en fin
hasta llegar al lugar donde estoy sentado escribiendo,
al final de todo,
esperanzado,
frenando bruscamente
para no atropellar todo lo que llevo escrito
y a mí mismo.
Para continuar ascendiendo y descendiendo.

2 comentarios:

Agustín García Delgado dijo...

Tomás:
Ya tenía listo mi comentario sobre este poema, pero no me atrevía a mandártelo. Lo resumo aquí muchísimo: aunque prefiero la búsqueda rítmica e intento huir de la prosa cuando presento algo como verso (no sé si lo consigo), en el poema de Oliva se pueden encontrar valores que lo hacen agradable a la lectura, por lo menos para lectores que no exigen otras características en la poesía.
Como el tema parece un pretexto para la inserción del tema ideológico, a la manera de una izquierda anclada en los setentas, traté de seguir ese hilo conductor. Y, en efecto, la tensión está dada por las relaciones espacio-temporales del texto: un presente al volante, unas reflexiones y evocaciones de lucha social pretérita, crítica al régimen y oscilaciones de ámbitos geográficos (la lluvia, Veracruz, árboles y montañas; el pasado y saltos a diversos momentos de un presente histórico; la comparación de los muchachos con la estampa, antes juvenil, de la voz poética).
Poema entre social e intimista, narrativo y reflexivo. Es el Oscar Oliva que conocemos, pero confieso que he leído sin aburrirme demasiado las cuatro páginas del poema.

Tomás Ramos Rodríguez dijo...

Muchas gracias por el comentario Agus, claro estaba pendiente, así como está pendiente un café o una cerveza en Guajanuato. Muchas de las cosas que aclaras de Oliva son ciertas, su temática, su contenido oscila entre ese momento en los años sesenta en que México pasaba por un proceso social muy intenso. Oliva retoma estas situaciones para escribirte desde ahí, desde el límite, con versos que vienen del instante en que te reincorporas después de haber sido golpeado con la culata de un rifle. Desde ahí, en esa situación de cara con la muerte, desafiando a la vida escribe. Uno de las cosas que se ven en esta poesía, llamémosla de garra, es que el nunca te hace un endecasílabo, no trabaja así, y al contrario, entre una prosa poética oscilante y versos contundentes, logra llegar al interior de un ser humano que se reincorpora para vivir, sacando fuerzas en lo más extremo y desde lo más profundo. Este poema pertenece a Estado de Sitio, libro ganador del premio de poesia de Aguascalientes en el 68 o 69, no estoy seguro, pero un año antes gana Juan Bañuelos, también chiapaneco, y al siguiente gana Oliva. Son el parteaguas de una poesía que vino a romper con la forma y contenidos de lo que en esa década se realizaba. La temática izquierdista descansó muchos años de los ojos de las personas, y es hasta ahora, que por algunos filtros y estudiantes de letras ávidos de existencia, que podemos encontrar sus versos escritos en las paredes y los muros de los corazones de quienes lo invocan.

"Soy hijo padre de asesinos, yo mismo un asesino/en esa raíz persiste la múltitud de mi cólera".

T.