Roberto Juarroz
Creo que para responder a la pregunta por qué escribo, un camino puede ser precisar antes por qué no escribo. Así, por ejemplo, yo no escribo para estar en la literatura ni competir en sus forcejeos por una reputación o un renombre, con o sin garantía de certificada permanencia. Tampoco escribo para depositar mi ofrenda en el ara de ese ídolo que se ha impuesto a todos los demás: el éxito. No escribo, por supuesto, para codearme con Shakespeare o Cervantes, ni para ganar dinero. Posiciones políticas o ideológicas, una imagen cotizada en el mercado o la aureola de lata de la crítica y las tesis universitarias. Ni siquiera escribo para llenar mis insomnios, envejecer con menos prisa o satisfacer a mi mujer, mi madre o mis amigos. Ni aun para obtener una pensión, un lugar en el asilo de escritores o en el panteón de los artistas, una nota necrológica quizá un poco más extensa.
Yo escribo simplemente porque amo la vida. Y si bien es cierto que la vida y sus alrededores son un tejido de ilusión, encuentro en esa trama algunos hilos más resistentes. Uno de esos hilos, para mí el más real de todos, es la poesía. Y aunque sea verdad que “a la luz de un relámpago nacemos y aún dura su esplendor cuando morimos”, también es verdad que el lenguaje del hombre salta frente a la nada como una misteriosa presencia, cuando asume su mayor plenitud en el extremo de la condición humana.
La poesía es mi última fe, como fue quizá la primera. Encuentro en ella la posibilidad de esperar, ante un mundo que ha perdido la esperanza. Y recupero allí la intensidad que me permite vivir, a pesar del absurdo y la muerte, a pesar de la locura y del suicidio.
Yo escribo porque la poesía es para mí la conjunción más profunda del azar y el destino, del extremo del ser humano y su lenguaje, mucho más que un género literario, la posibilidad de tolerarme y el ejercicio más completo de esta rara pasión de ser. Y por fin, yo escribo porque la escritura no necesita ninguna justificación, en un mundo donde toda justificación es falsa.
La poesía abre la escala de lo real y nos impide seguir viviendo escuálidamente en el segmento de lo convencional y espasmódico de los automatismos cotidianos. Es una ruptura para siempre, que nos sitúa en el infinito real, el infinito que empieza en cada cosa y deja de ser así un anacrónico decorado o una invocación medieval. Esto pone en su lugar al hombre y desplaza lo secundario, desde la política o el deporte hasta los carriles mercantilistas de la reputación o el éxito. La poesía abre la escala de lo real y cambia la vida, el lenguaje, la visión o experiencia del mundo, la capacidad de realidad de cada uno, la posibilidad de creación. La poesía crea realidad, crea presencia. Es una explosión de ser a través de un uso diferente de las palabras. Nada está terminado: la realidad se crea. La poesía consiste en eso: crear más realidad, agregar realidad a la realidad, combinando de nuevo el mundo y el lenguaje, llevando al hombre a su punto extremo, gestando la presencia que es el poema, para quebrar así nuestra soledad y trascender el juego tenebroso de las preguntas y respuestas. La poesía es por todo esto el mayor realismo posible, aunque los incautos la consideren una abstracción, una evasión o una veleidad subsidiaria de la prepotencia política o ideológica.
Y la poesía es, además, el mayor realismo posible porque trata de unir al hombre dividido y fracturado, fundiendo sus cabos sueltos en un solo cabo, que ya no importa si está suelto o no. Entonces, el pensar y el sentir son una sola cosa, como la inteligencia y el amor, la contemplación y la acción. El hombre ha sido traicionado y partido. Su capacidad de imaginar, su poder de visión, su fuerza de contemplación quedaron en el margen de lo ornamental y lo inútil. La poesía y la filosofía se separaron en algún pasaje catastrófico de la historia no narrable del pensamiento. El destino del poeta moderno es volver a unir el pensar, el sentir, el imaginar, el crear.
Por eso la poesía debe ser vivida hoy como necesidad, celebración, transgresión, contracorriente y abismo. No hay lugar en ella para la comodidad, la mediocridad, la estupidez, el compromiso ajeno a ella misma, el sometimiento a cualquier poder, la conformidad con no importa qué preceptiva, la transigencia con cualquier límite o doctrina o apadrinada subordinación. La poesía es la última grieta para forzar el muro de lo absurdo, la vigilia más alta, la disponibilidad para lo abierto.
Es impostergable resacralizar el mundo y devolverle a la vida su trascendencia originaria. Pero esa desacralización sólo puede hacerse ya laicamente, sin dogmas, teologías o iglesias. La poesía es la verdadera desacralización laica del mundo.
Y eso aunque el poeta sienta que su reino tampoco es de este mundo. Pero sabe además que no es tampoco del que llaman el otro mundo. No le queda entonces otro camino que crear un nuevo mundo, el tercero. Más real que los otros, el mundo de la poesía es la última alternativa de salvación que nos queda, el último recurso de nuestra misteriosa necesidad de ser.
Creo que para responder a la pregunta por qué escribo, un camino puede ser precisar antes por qué no escribo. Así, por ejemplo, yo no escribo para estar en la literatura ni competir en sus forcejeos por una reputación o un renombre, con o sin garantía de certificada permanencia. Tampoco escribo para depositar mi ofrenda en el ara de ese ídolo que se ha impuesto a todos los demás: el éxito. No escribo, por supuesto, para codearme con Shakespeare o Cervantes, ni para ganar dinero. Posiciones políticas o ideológicas, una imagen cotizada en el mercado o la aureola de lata de la crítica y las tesis universitarias. Ni siquiera escribo para llenar mis insomnios, envejecer con menos prisa o satisfacer a mi mujer, mi madre o mis amigos. Ni aun para obtener una pensión, un lugar en el asilo de escritores o en el panteón de los artistas, una nota necrológica quizá un poco más extensa.
Yo escribo simplemente porque amo la vida. Y si bien es cierto que la vida y sus alrededores son un tejido de ilusión, encuentro en esa trama algunos hilos más resistentes. Uno de esos hilos, para mí el más real de todos, es la poesía. Y aunque sea verdad que “a la luz de un relámpago nacemos y aún dura su esplendor cuando morimos”, también es verdad que el lenguaje del hombre salta frente a la nada como una misteriosa presencia, cuando asume su mayor plenitud en el extremo de la condición humana.
La poesía es mi última fe, como fue quizá la primera. Encuentro en ella la posibilidad de esperar, ante un mundo que ha perdido la esperanza. Y recupero allí la intensidad que me permite vivir, a pesar del absurdo y la muerte, a pesar de la locura y del suicidio.
Yo escribo porque la poesía es para mí la conjunción más profunda del azar y el destino, del extremo del ser humano y su lenguaje, mucho más que un género literario, la posibilidad de tolerarme y el ejercicio más completo de esta rara pasión de ser. Y por fin, yo escribo porque la escritura no necesita ninguna justificación, en un mundo donde toda justificación es falsa.
La poesía abre la escala de lo real y nos impide seguir viviendo escuálidamente en el segmento de lo convencional y espasmódico de los automatismos cotidianos. Es una ruptura para siempre, que nos sitúa en el infinito real, el infinito que empieza en cada cosa y deja de ser así un anacrónico decorado o una invocación medieval. Esto pone en su lugar al hombre y desplaza lo secundario, desde la política o el deporte hasta los carriles mercantilistas de la reputación o el éxito. La poesía abre la escala de lo real y cambia la vida, el lenguaje, la visión o experiencia del mundo, la capacidad de realidad de cada uno, la posibilidad de creación. La poesía crea realidad, crea presencia. Es una explosión de ser a través de un uso diferente de las palabras. Nada está terminado: la realidad se crea. La poesía consiste en eso: crear más realidad, agregar realidad a la realidad, combinando de nuevo el mundo y el lenguaje, llevando al hombre a su punto extremo, gestando la presencia que es el poema, para quebrar así nuestra soledad y trascender el juego tenebroso de las preguntas y respuestas. La poesía es por todo esto el mayor realismo posible, aunque los incautos la consideren una abstracción, una evasión o una veleidad subsidiaria de la prepotencia política o ideológica.
Y la poesía es, además, el mayor realismo posible porque trata de unir al hombre dividido y fracturado, fundiendo sus cabos sueltos en un solo cabo, que ya no importa si está suelto o no. Entonces, el pensar y el sentir son una sola cosa, como la inteligencia y el amor, la contemplación y la acción. El hombre ha sido traicionado y partido. Su capacidad de imaginar, su poder de visión, su fuerza de contemplación quedaron en el margen de lo ornamental y lo inútil. La poesía y la filosofía se separaron en algún pasaje catastrófico de la historia no narrable del pensamiento. El destino del poeta moderno es volver a unir el pensar, el sentir, el imaginar, el crear.
Por eso la poesía debe ser vivida hoy como necesidad, celebración, transgresión, contracorriente y abismo. No hay lugar en ella para la comodidad, la mediocridad, la estupidez, el compromiso ajeno a ella misma, el sometimiento a cualquier poder, la conformidad con no importa qué preceptiva, la transigencia con cualquier límite o doctrina o apadrinada subordinación. La poesía es la última grieta para forzar el muro de lo absurdo, la vigilia más alta, la disponibilidad para lo abierto.
Es impostergable resacralizar el mundo y devolverle a la vida su trascendencia originaria. Pero esa desacralización sólo puede hacerse ya laicamente, sin dogmas, teologías o iglesias. La poesía es la verdadera desacralización laica del mundo.
Y eso aunque el poeta sienta que su reino tampoco es de este mundo. Pero sabe además que no es tampoco del que llaman el otro mundo. No le queda entonces otro camino que crear un nuevo mundo, el tercero. Más real que los otros, el mundo de la poesía es la última alternativa de salvación que nos queda, el último recurso de nuestra misteriosa necesidad de ser.
Roberto Juarroz (1925-1995) Poeta argentino. Publicó dieciocho volúmenes de poesía bajo el solo título de Poesía Vertical.