Tomás Ramos Rodríguez
Una de las razones porque los
espacios para la escritura existen, radica en la necesidad de libertad de
quienes escriben para comunicar sus experiencias a públicos desconocidos y, al
mismo tiempo, a gente muy cercana a ellos. En el Internet, nos encontramos
listas de personas que pertenecen a comunidades de gente que se frecuenta a
diario de manera virtual, además de tantas otras que desde el anonimato de la
consulta voyerista nos observan y atestiguan cada detalle de nuestras vidas.
Ante esto, escribir literariamente no es fácil, iniciar la bitácora hacia un
naufragio tampoco lo es; difícil es el momento en que se establece el tono y
código en el cuál se quiere comunicar el mensaje del escritor.
Sargaza
surgió en mí como un vocativo a una serie de poemas que empecé a desarrollar
hace algunos años. Tiempo después, deseché este sustantivo propio que evoca a
una mujer que se encuentra frente al mar durante un fin de semana. Este fue
otro de los motivos por los cuáles no había hablado desde mi oleaje, sino sólo
a través de mis presentimientos, temblores por los cuáles el pulso poético
reacciona ante los ritmos de vida que nos envuelven diariamente; que, entre
tareas y responsabilidades indetenibles, hace que estas actividades moldeen
nuestros movimientos interiores. Incluso el movimiento del silencio.
Desde
mi oleaje surgen inquietudes, circunstancias que están latiendo y que en todo
momento me empujan a encontrar el mar. Sargaza vive en el recuerdo a unas
ingles, unas medias o un monitor, por el cual se van dibujando los signos como la
marea en un vaso de agua silencioso. Sargaza es un sujeto nominal que siempre
necesita regresar al mar.
El
mar lo encuentro en todas partes, en la calle, en el aire y en los camiones. Cada
vez que cierro los ojos o me conecto, siento el mar.
Sargaza
es una figura en blanco donde me libero para escribir y realizar ejercicios gramaticales
como parte del oficio de la escritura: camino
hacia ti, hasta el sitio donde el mar aún te roce las rodillas. Dejar salir
estas tensiones; dejarse ir por diferentes horizontes cuando uno se encuentra cotidianamente
en lo más rancio del ambiente académico. Es agradable escuchar como suenan las
palabras en diferentes lenguas y, el poeta o narrador o como quiera decírsele, en
su cotidianeidad tiene que seguir adelante con los deberes de la vida diaria
poniéndole un alto a la desidia. La desidia puede significar un deicidio, la
muerte del poeta: el pequeño dios. Este es el acto en defensa de tal
circunstancia, éste es el acto poético.
El reto es si podamos escribir desde
nuestras personales circunstancias, las que el poeta cubano Virgilio Piñera
decía, la maldita circunstancia que nos obliga a sentarnos en la mesa del café.
Será la condición del agua por todas partes, la ínsula en que se convierte
nuestro entorno yucateco; el sabor de la madera bajo la lluvia; ese aroma a
desierto; ese agridulce sabor que llega para redimirnos del vacío.
Enunciamos
dolencias y alegrías, preocupaciones que vienen de mares distantes y sensibles;
en su lejanía, regiones interiormente cercanas, muy adentro.
El
mar, como la lluvia, entona su melodía indescriptible; estar de pie frente a su
totalidad en las arenas yucatecas; de frente ahí, inmaculables, nos embarga y
envuelve un sentimiento de infinito, de incomprensión, de insignificancia; osadía
de la cuál me aferro.
Periódico Por Esto! 1 de febrero de 2013.
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