Tomás Ramos Rodríguez
Definitivamente, no es igual escuchar
un disco de Los Beatles a una canción de Los Beatles. No es igual escuchar por
unos minutos solo unos acordes, a oír la evolución de esos acordes y minutos
como cristales rompiéndose dentro de tu cuerpo hasta desmoronarte, mientras se transforman
en múltiples sonoridades incandescentes y psicodélicas. No, definitivamente. No.
Recuerdo el momento a mis 17 años en que, por descuido de un amigo, llegó a mis manos un cassette con los grandes éxitos de John Lennon. Después, compré un cassette pirata con todo y portada de los discos blancos y negros de Los Beatles, siendo esos también, los de sus “grandes éxitos”. Al oír “Day Tripper”, algo conocido sonó dentro de mí, un sonido recio y lúdico, que buscaba prender; o, al menos eso, deseaban los compositores que sintiera el escucha.
Actualmente me descompongo en buscar nuevas pasiones, obsesiones, sonidos; indago en el Internet por bandas y sonidos nuevos; en tiendas de discos compro los clásicos de descuento; recorro YouTube; descargo música perdida. Pero, cuando quiero descomponerme en el cansancio, después de mucho trabajo regreso a mi última adicción: El Sargento Pimienta del Club de los Corazones Rotos. A diferencia de los “grandes éxitos”, un CD de “larga duración” llegó a mis entrañas gracias a uno de los bateristas con quien toqué a lo largo de 3 años en una banda de covers (Saludos Frank). Al vendérmelo sintió que se unió a ese club y, luego de su arriesgada venta, de suerte y oportunismo mío en su momento, me pidió vendérselo de vuelta incluso a un precio más alto. Pero, por supuesto, me negué.
Recuerdo, otra vez, mis 17 años. Ese mes de diciembre sentado en el piso con los pies fríos, descifrando los alaridos de Lennon y, decidir, que el Rock N’ Roll existe. Luego, después de pasar por una década de glam y otra década de jipismo contracultural, las expectativas cambiaron. Y aquí es donde puedo decir que se transformó mi manera de tocar el bajo, la manera de usar mi plumilla; no entendía como diantres le hacía para tocar la guitarra y hacer nacer esas armonías aunada la voz; no entendía las letras ácidas que produjeron una corriente de transformación socio-espiritual dos décadas atrás de ese momento frío y, del cuál, fueron más de tres décadas en que el rock fue marcado por estos ingleses con trajes de colores intensos como las envolturas de chicle.
Canciones como “Jealous Guy” o “Just Like Starting Over”, machacaron mi adolescencia, mis hormonas y mis crisis existenciales en segundos. Amañaron mi nihilismo y encontraron a un gran cómplice de sus inseguridades, persecuciones y paranoias con mi compañía. John, se celebraban tus 15 años de asesinado y, en ese entonces, pasaron por la reciente televisión por cable incesantemente “Imagine”. Mi vicio, el nuevo vicio, ya tenía rostro. Y mis lágrimas, como aquellas lágrimas negras, corrieron ahora por mi rostro junto con las de los niuyorkinos que, esa noche del 8 de diciembre de 1980, oraron para que John Lennon no muriera.
Esa noche me sentí el 5º, 6º o 7º Beatle, que descubre los eternos campos llenos de mermelada de fresa. Desde eso, decidí seguir a John y no Paul Mccartney cuando tocara a cada noche el bajo en mis años como músico de covers. Lo siento, no creo tus agallas; si es que las tienes. Mrs. Dear Yoko me convenció para anhelar las de John desde su no-instrumento, el bajo.
Hoy en día, repaso canciones como “Real Love” o “Cold Turkey”, discos de Los Beatles como “Revolver” cada vez que puedo. Cuando despierto en días fríos y nublados, puedo pensar en la imagen de Yoko junto John sin querer salirse de la cama mientras los acusan de flojos. Yo también padezco de esa manía, la flojera con que nací a veces para enfrentar el mundo y en la cuál me refugio para encontrarle un ritmo al caminar de los escarabajos del jardín en mi ventana o las armonías que deja el submarino amarillo cuando escucho cada uno de sus discos; cuando entiendo que la vida es mas fácil cuando tengo los ojos cerrados, desentendiendo lo que veo. “I’m only sleeping” es lo que pienso; le pongo “stop” al silencio, suena la alarma o el teléfono, me levanto, bostezo. Tengo que comenzar el día.
Recuerdo el momento a mis 17 años en que, por descuido de un amigo, llegó a mis manos un cassette con los grandes éxitos de John Lennon. Después, compré un cassette pirata con todo y portada de los discos blancos y negros de Los Beatles, siendo esos también, los de sus “grandes éxitos”. Al oír “Day Tripper”, algo conocido sonó dentro de mí, un sonido recio y lúdico, que buscaba prender; o, al menos eso, deseaban los compositores que sintiera el escucha.
Actualmente me descompongo en buscar nuevas pasiones, obsesiones, sonidos; indago en el Internet por bandas y sonidos nuevos; en tiendas de discos compro los clásicos de descuento; recorro YouTube; descargo música perdida. Pero, cuando quiero descomponerme en el cansancio, después de mucho trabajo regreso a mi última adicción: El Sargento Pimienta del Club de los Corazones Rotos. A diferencia de los “grandes éxitos”, un CD de “larga duración” llegó a mis entrañas gracias a uno de los bateristas con quien toqué a lo largo de 3 años en una banda de covers (Saludos Frank). Al vendérmelo sintió que se unió a ese club y, luego de su arriesgada venta, de suerte y oportunismo mío en su momento, me pidió vendérselo de vuelta incluso a un precio más alto. Pero, por supuesto, me negué.
Recuerdo, otra vez, mis 17 años. Ese mes de diciembre sentado en el piso con los pies fríos, descifrando los alaridos de Lennon y, decidir, que el Rock N’ Roll existe. Luego, después de pasar por una década de glam y otra década de jipismo contracultural, las expectativas cambiaron. Y aquí es donde puedo decir que se transformó mi manera de tocar el bajo, la manera de usar mi plumilla; no entendía como diantres le hacía para tocar la guitarra y hacer nacer esas armonías aunada la voz; no entendía las letras ácidas que produjeron una corriente de transformación socio-espiritual dos décadas atrás de ese momento frío y, del cuál, fueron más de tres décadas en que el rock fue marcado por estos ingleses con trajes de colores intensos como las envolturas de chicle.
Canciones como “Jealous Guy” o “Just Like Starting Over”, machacaron mi adolescencia, mis hormonas y mis crisis existenciales en segundos. Amañaron mi nihilismo y encontraron a un gran cómplice de sus inseguridades, persecuciones y paranoias con mi compañía. John, se celebraban tus 15 años de asesinado y, en ese entonces, pasaron por la reciente televisión por cable incesantemente “Imagine”. Mi vicio, el nuevo vicio, ya tenía rostro. Y mis lágrimas, como aquellas lágrimas negras, corrieron ahora por mi rostro junto con las de los niuyorkinos que, esa noche del 8 de diciembre de 1980, oraron para que John Lennon no muriera.
Esa noche me sentí el 5º, 6º o 7º Beatle, que descubre los eternos campos llenos de mermelada de fresa. Desde eso, decidí seguir a John y no Paul Mccartney cuando tocara a cada noche el bajo en mis años como músico de covers. Lo siento, no creo tus agallas; si es que las tienes. Mrs. Dear Yoko me convenció para anhelar las de John desde su no-instrumento, el bajo.
Hoy en día, repaso canciones como “Real Love” o “Cold Turkey”, discos de Los Beatles como “Revolver” cada vez que puedo. Cuando despierto en días fríos y nublados, puedo pensar en la imagen de Yoko junto John sin querer salirse de la cama mientras los acusan de flojos. Yo también padezco de esa manía, la flojera con que nací a veces para enfrentar el mundo y en la cuál me refugio para encontrarle un ritmo al caminar de los escarabajos del jardín en mi ventana o las armonías que deja el submarino amarillo cuando escucho cada uno de sus discos; cuando entiendo que la vida es mas fácil cuando tengo los ojos cerrados, desentendiendo lo que veo. “I’m only sleeping” es lo que pienso; le pongo “stop” al silencio, suena la alarma o el teléfono, me levanto, bostezo. Tengo que comenzar el día.
Periódico Por Esto!, 21 de enero de 2013.
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