martes, febrero 11, 2014

Ella

Tomás Ramos Rodríguez

Los mariachis callaron…
de mi mano sin fuerza
cayó mi copa
sin darme cuenta
“Ella”, Pedro Infante.

Siempre mirando la pulsera y el reloj. Siempre mirando las mismas horas moverse por mi muñeca evocando el café Baktún o una palabra del camarada en el rincón del salón de clase, leyendo “La Insoportable Levedad del Ser” de Milán Kundera. Nuestros amigos sumergidos en la Flor de Santiago y los minutos impacientes. ¿Cuál fue el itinerario Capitán de la plataforma oscurecida de la nada? Las clases de semiótica fueron la opción para nuestros navíos; los versos, la pluma y la furia, en los poemas que no se podían concretar. Sin embargo, en la noche siguiente a aquel huracán destructor fuimos tan solo por otra taza de café. Siempre el café y el cigarro en nuestras muertes, y recorrimos los salones universitarios buscando la respuesta en los suicidas. Los ayeres de hoy no son los mismos ayeres en que nos comunicábamos con notas secretas. Los amores y la cerveza, los amores y las vueltas por Mérida, los amores y aún anhelando lo que había dejado de pertenecernos

Giramos en nuestros suicidios, filo y demonios en los lápices; en basura que se acumula en el cristal que ahora miro y no aguarda un callejón, sino estudiantes con mochilas olvidadas de ser humanas. Solo importa el tiempo y cuando la próxima comida. Solo importa el que sigue, el quien vive, el ardor del frío fuego desértico calcinándonos la garganta y los pulmones al cumplir al otro lado del pupitre. Hoy represento a quien nosotros admirábamos empuñando tan solo un signo, para darnos todas las respuestas de las preguntas que nos hundían más. Al despertar, abrir los ojos no es cosa fácil. Abrir los ojos con tanta violencia es algo para lo que nunca te preparan. Desde la soledad he invocado miedos, muchos miedos, algunos de ellos prehistóricos. Miedos donde persigo toda la añoranza de isla que soy contenida en esta taza. Si antes fue la maldita circunstancia del agua por todas partes, si fue la maldita circunstancia de la lluvia que me obligaba a sentarme en la mesa del café, hoy la maldita circunstancia de la arena me obliga a no moverme y a solidarizarme con cualquier extraño al cual injustamente llamo: mi amigo.

Sobrevivir las arenas blancas, la frontera México-Estados Unidos y su denso aire, te hace sentir una nostalgia insoportable por todos los que se quedaron. Hasta quien se quedó en el tiempo y el recuerdo, en el pasado de lluvias y caroles humectantes que no parecen existir más en este cuadrante. Las montañas emergen con su violencia fraticida, se imponen los colores rojos ante la inconsecuencia de la espuma y los verdes selváticos que se quedaron tan atrás. Yo rezo “Bendíceme, Última”, como Rudy Anaya, para que no se olvide de nuestra raza aquí en la frontera, de pie y mirando fríamente los miles de rostros que he cruzado en el puente con miles de rostros como el mío, que hablan múltiples lenguas en esta Babel reforzada con muros de acero.

Cercas con púas, miras telescópicas, francotiradores, puentes, patrullas, menesterosos fronterizos, prostitutas, un loco gritándome desde abajo del puente, dos rostros esposados por la sospecha de ser ilegales, dos rostros que son iguales a mi rostro en la puta impotencia de aguantar la vejación por la necesidad, un loco gritándome desde abajo del puente, por el dinero, el trabajo seguro, un loco gritándome desde abajo del puente, la cerveza, la música, el tequila, un hombre golpeado, las norteñas, las rancheras, los tarahumaras, gritándome desde abajo del puente, las tiendas fronterizas, caminan recuerdos de diosas por el Parque de las Américas en mi frente, la espalda de esa mujer y su belleza, por mi frente, un pequeño mensaje de papel en mis manos… Amo a los locos, a los pordioseros, a la familia golpeada por la policía; amo a las familias que no son mi familia pero que son como mi familia, a las que les grito: “a ustedes les amo”, en este poema que, silencioso, camina conmigo. 

En el puente Santa Fe, en la frontera México-Estados Unidos de Ciudad Juárez con El Paso, Texas, en la breve animación que lo sostiene, el poeta Agustín García Delgado en su poema dice….

“Aunque el amor es accidente y contingencia, 
aunque el amor es incierto, nebuloso, 
yo no quiero que falten uno ni otro:
quiero vino y amor, 
beber y amar
hasta que estalle.”

Querido Agustín, con tan solo leerte a vivir me enseñas. Vivir es tan solo vivir cuando se goza. Vivir tan solo vale la pena cuando se vive y se gozan los secretos más intensos frente al frío que reprime el aliento cálido evaporándolo en escaso rumor. ¿Será que yo también me estoy escapando en él? ¿Que yo también me disuelvo? ¿Que yo también me evaporo? ¿Que yo también soy otra imagen en la sordidez de la frontera donde el discurso de “la buena fe” carece de significado y sencillamente a nadie importa? ¿Cuál es la nota? ¿Cuál será la voz? ¿Cuál será el canto? ¿El que hablará por mí para interpretar, denunciar tanta vileza, tanta hipocresía? ¿Será que mi vida cae cuando siento crecer este límite que todo desenmascara, que me muestra su verdadero rostro cuando tomo una cerveza apuntando con ella hacia los rayos infrarrojos de la antena militar que me irradia?

Antes de bajar el brazo siento que caigo. Apenas despedazado por cientos de cosas inútiles.

Periódico Por Esto! 31 de marzo de 2013. 

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